08 junio 2006

Finiquito

Miro la pantalla del ordenador. Rendidos, mis ojos sobrevuelan por tercera vez una frase inexpugnable. Desvío mi atención un instante. Apenas un segundo. Lo justo para fijarla brevemente sobre ella. Un ridículo y morboso parpadeo se aplasta en el cristal que nos separa. Jamás lo traspasamos. Jamás sin declarar, de antemano, la mirada perdida. Buscando en el vacío el recurso banal de la distracción. Deslizo mi reflejo en su rostro. Me conmueve la fragilidad de su ignorancia. Ajena a todo, a todos. No sabe que, dentro de poco, alguién va a acercarse a ella con pasos lentos y huidizos. Que, con la misma mano que apoyarán en su hombro, estrujarán más tarde su corazón y sus entrañas. Que abrirán su boca para verter mentiras edulcoradas. Que le quitarán las llaves antes de cerrarle todas las puertas. Que se alejará de nosotros en silencio. Con la mirada ausente. Ahogada por el manto frío de la indiferencia. Sola. Triste. Rota. Hoy, salvo la suya, no se oye un alma en la oficina.